miércoles, 19 de junio de 2013

El Racismo Nacional : Carlos Monsiváis

El Racismo Nacional 

Carlos Monsiváis



Publicado en Revista EQUIS. Cultura y Sociedad. Braulio Peralta (ed). México, Ulises Ediciones, núm 1, mayo de 1998, pp. XVII-XX. (Dossier: Autonomías en el mundo)

Eres prieto... y sobre esa piedra nada crece
Del racismo nacional*

El racismo en México aparece como una necesidad explicativa. Hay que describir la Conquista como el rescate de tierras y recursos valiosos en manos de bárbaros irredimibles. Y en los tres siglos del virreinato el racismo argumenta a favor de maltratos, etnocidio, despojos, violaciones masivas, tratos bestiales. El debate sobre la existencia de alma en los indígenas es un subproducto del inmenso desprecio por esos nativos que sólo se adaptan a la religión si les entregan un símbolo de su mismo color, negados para el razonamiento y exiliados en sus palabras incomprensibles. Entonces, el racismo es desde luego una idea remota o absurda. En el Nuevo Mundo sólo hay una raza, la que celebra como absolutamente suyo el 12 de octubre, la bendecida por Dios y por el Papa. Los demás pobladores son, si acaso, proyectos de seres humanos ánimas en pena. Y si no se dicen, estas creencias se actúan.

DEL PELADO AL NACO SIN LLEGAR AL TOJOLABAL

A la nación independiente se le heredan los prejuicios que son instituciones, las instituciones que legitiman el prejuicio. Las leyes que protegen a los indios se violan a diario, o ni siquiera se toman en cuenta. En algo se ponen de acuerdo liberales y conservadores: los indios son el peso muerto del país, el paisaje sombrío que aclara de un vistazo lo que falta para abandonar la condición periférica. Crear zonas de aislamiento y condena "porque el origen racial es destino fatal", es recurso típico del criollismo y del mestizaje pretencioso que lo sigue. Y establecida la inferioridad del indio, lo más conveniente es diseñar estereotipos que sean vertederos del odio, el desprecio y el sarcasmo. Es muy cómodo inventar seres a quienes adjudicarles, de modo inescapable, fisonomías, psicologías y conductas fijas para siempre.
En el mundo rural el indio está cercado, sujeto de esclavitud y aplastamiento de toda índole. En las ciudades, en especial la de México, el indio es lo marginal por antonomasia, y a sus herederos faciales, los mestizos de la pobreza, se les aplica también la animosidad brutal. En el siglo XIX, el primer estereotipo para regocijo del racismo es el lépero, el afligido por la lepra de la pobreza, el indio en algo urbanizado que vierte su rencor en las esquinas y acecha en los alrededores de mercados y templos, alojado en su semidesnudez y su ignorancia. El sucesor o el coetáneo, el pelado, da fe también desde el nombre de su condición: es un pelado, despojado de todo, sin ropa esencial posible. El pelado atraviesa por los rincones de los escritores naturalistas, se moviliza divertidamente en los grabados de Posadas, es el enviado plenipotenciario de la gleba, de las criaturas que habitan la ciudad sin entenderla, o entendiéndola lo suficiente como para saber que sólo son suyos los alrededores. En la mitología citadina, si hay un fantasma de aglomeraciones y desmanes, ése es el pelado.
Gracias al comic, al teatro frívolo y el cine, el pelado se transfigura humorísticamente. Primero, a través de Chupamirto en la tira cómica, y luego de Mario Moreno Cantinflas, el pelado adquiere el diminutivo tranquilizador, y ya como "peladito" evapora las amenazas explícitas o subyacentes en su comportamiento, y crea un mito de extraordinario poderío visual, y de contenido circular: el paria verboso que ve cómo se le aleja el lenguaje mientras más intenta su ejercicio, que se enreda en las palabras y se tropieza con la sintaxis. El "peladito" de Cantinflas se extiende como disculpa de los cientos de miles de pelados, que cambiarán el pantalón a media asta y el trapo sobre el hombro por la camiseta a rayas, el sombrerito en la nuca y el hablar golpeado, todo lo que emblematiza Fernando Soto Mantequilla. Diluido el miedo, el pelado acaba siendo una vaga referencia capitalina (en las regiones no hay pelados), alguien a quien la vida le concedió el rencor, el auxilio de la Virgen de Guadalupe, el fútbol soccer, la bicicleta, el dancing, el humor grueso y autodeprecatorio, la gana de envejecer nomás se casa, el bolero, la canción ranchera, y no mucho más. Ese pelado, al que Pedro Infante y David Silva ameritan, se disipa entre falsas leyendas de su valentía y de su insignificancia.
El sustituto evidente es el naco. El término —aféresis de totonaco— ya circula a mediados de los años cincuenta, aludiendo a lo que las mezclas no logran disipar: los rasgos de origen indígena, el aire de pertenecer a la "Mexicanada". A diferencia del pelado, al naco no lo neutraliza el humor, ni siquiera las memorables interpretaciones de Héctor Suárez. No hay tal cosa como "el naquito" (aunque sí existe "el nacazo"), y el miembro de esta "etnia" ofende desde el principio por las características irremediables que se le adjudican: vulgaridad, agresividad que cubas o tequilas conducen con destreza al límite, mal gusto que una vestimenta cara no redime, bigote aguamielero, sorna que matiza el humor reiterativo, dicción permeada por el tono cantadito. El naco ya no dice "voy, voy", sigue diciendo "Me cae de madre"; ya escucha rock y new age, sigue escuchando boleros a escondidas.
En los años sesenta el naco es símbolo de la masificación que alarma y apena. Mírenlo nomás, con su radio de transistores (mientras más grande más compensatorio), la camiseta abierta a los lados, los liváis y los tenis, la indiferencia por la cultura y la política, el aire de quien le parte la cara al nocaut que lo envuelve. (El naco: el rey de las victorias póstumas.) El racismo se solaza con el descubrimiento: es inmejorable el personaje del naco, no hay término más preciso para las masas cobrizas que devastan las ciudades ignorantes de la contaminación visual que emanan. El naco es la genuina, "mancha urbana", y de allí la conclusión pesimista: es tan grande el afán reproductivo de las clases populares que sólo toca catalogarlas chistosamente. Para la sociedad que ya no se pretende criolla sino desarrollista, el naco es por un tiempo filón de las conversaciones. La palabra es insulto y es referencia humorística, es descripción de fauna citadina y es síntesis facial y vocal de los peligros de la calle que bien pueden trasladarse a la sociedad.
Antes fue el meco (aféresis de chichimeco), pero en los años setenta el naco es la voz peyorativa que, casi inevitablemente, los agraviados también asumen como insulto. "Pobre de ti, pobre de ti,/ Cuántas veces te oí/ sin piedad repetir/ que naciste sin suerte." Quien —con o sin esa palabra— se considera naco, se aturde con actitudes fatalistas, si se fracasó en la escuela se fracasó en la vida, si se fracasó en la vida los amores que lleguen no valen la pena, así la vulgaridad ni se nota porque es la democratización del gusto a que tiene derecho. Poquísimos se aceptan pero muchísimos se sospechan nacos, son amplísimas las reverberaciones de la fulminación racista. El naco, ante el espejo ideal o real, relee la sentencia en la pared. "Tú eres naco, hijo y nieto de nacos, patriarca de la naquiza."
El racismo no hace caso de bienes económicos. Si es tan hiriente el término naco, es porque discrimina. Cualquiera, probado que no consiga borrar su aspecto o su conducta, puede ser un naco, y ante el epíteto no cuentan los millones. Se es naco si se retienen características de los indios. No hay nada que hacer, lo naco es la sujeción eterna al México impresentable.
Si el vocablo ya ha perdido su filo más hiriente retiene su calidad de insulto. Aún se dice: "¡Pinche indio!" con seguridad de ofender, y lo de "¡Pinche naco!" es ocasión de pleito o abatimiento. Si el avance educativo y cultural cerca al racismo, el proceso monstruoso de la desigualdad lo estimula. Mientras los nacos no destruyan sus propias vetas racistas muchos de ellos seguirán confiándole a la expresión el relato aplastante de sus vidas.

LAS LIMITACIONES DEL RACISMO

No es común el racismo a la antigua. Ahora lo más frecuente es el regaño: "Más les vale integrarse. ¿Qué ganan con aferrarse a sus usos y costumbres?". Y la agresión se pone al día: "¡Pinches indios!", por miedo a los castigos de lo Políticamente Correcto (esa bestia negra de los Políticamente Feudales"; es mejor calificarlos de "¡Pinches conformistas! ¡Pinches monolingües!". Si pasó de moda la descripción insultante de nacos (son tantos que oscurecen el horizonte, y nulifican el sarcasmo), convienen ahora los castigos culturales: "¡Qué tipo tan premoderno! ¡Te fijaste! Todavía no maneja el interruptor de la luz". En los comerciales de televisión, en las agencias de modelaje, en los altos círculos, la raza de bronce está de más. Su aspecto ofende o "desviste" las inmediaciones.

II "SI TUVIERAN DERECHOS NO SERÍAN INDIOS"

Para localizar con rapidez el racismo en el caso de Chiapas, obsérvese el asombro indignado ante la idea de los derechos indígenas. Se acepta la necesidad de cambios, incluso de leyes especiales. Pero no se soporta el primer derecho indígena, el de rebelarse ante una sociedad que consideran inhumana, invivible. Léanse desde el 2 o 3 de enero de 1994 la virulencia de funcionarios, empresarios, intelectuales, clérigos, periodistas. ¿En qué insisten? En una sola idea, o mejor en un dogma: los indígenas carecen de voluntad propia, y por tanto, resultan orgánicamente incapaces de razonar al no decidir jamás por sí mismos. Si los racistas articularan su punto de vista, éste sería: "Nadie piensa nunca por vez primera, y los indígenas no pueden pensar porque jamás lo han hecho. La falta de práctica mental les cierra el camino de la civilización". Por eso, desde esta perspectiva, el vacío de la voluntad indígena se satura con su condición de víctimas de la manipulación eterna. Si no se les manipulase, simplemente no existirían, así es de extremosa su debilidad moral, política y cultural. No los deshumaniza la explotación de que son objeto, sino el atraso donde se refugian por miedo al cambio. Y, concluyen los racistas, al ser por naturaleza los indígenas carne de cañón, sombras de la Historia, a la modernidad debe incorporárseles a la fuerza. La única salvación del indígena es dejar de serlo.
Estos son algunos de los argumentos racistas más repetidos:
Los indios son pobres porque quieren. Todo el mundo progresa, pero ellos se aferran a sus tradiciones y viven a la deriva de sus idiomas muertos. Esto explica su rechazo de las conductas normales y el apego a sus comunidades, tan inhóspitas. No logran irse a sitios más estimulantes en lo laboral y lo cultural, no tienen ambiciones naturales como ser multimillonario con casa veraniega en Aspen o Vail.
Los indios son, desde siempre, la plastilina de los ideólogos, sean obispos católicos o agitadores izquierdistas. Actúan por el reflejo condicionado de la obediencia y su rebeldía sólo consiste en la violencia aplicada al prójimo.
Los indios representan el pasado inerte de México. Al asirse a una identidad naufragada, se desprenden de la cadena evolucionista de la nación, y se degeneran en el sentido más estricto: odian el progreso y la superación personal.
Los indios pasaron de las manos de los encomenderos a la de los curas y los antropólogos sin variar de actitud. Al no distinguirse de sus ancestros, son peores que ellos. Incapaces de percibir o de entender el cambio, se someten a lo ya vivido durante siglos, así esto represente dolor, enfermedades, represiones cruentas. Hace no demasiados años los finqueros de Chiapas perseguían a los indios como animales; hoy los indios, con terquedad que irrita, se niegan a ser finqueros.
Estas argumentaciones varían, y repiten las formuladas desde el siglo XIX. ¿Por qué quieren ser indios pudiendo ser blancos? Y los autores de estas hipótesis delirantes ni siquiera se toman la molestia de explicar por qué, si todo es cuestión de voluntad, ellos mismos, todavía viven en México pudiendo hacerlo en Beverly Hills. Lo más curioso del racismo es su exigencia de cambio, ajeno, su alegría al ver que los parias no cambian, del deseo personal y tribal.
Este razonamiento (por así decirlo) ilumina la índole del racismo mexicano de hoy. No es un racismo clásico, así sea curiosamente antindígena y se fije con desprecio en el color moreno. A momentos podría prescindir de parte de sus prejuicios, y sólo bajo presión se desenmascara. Pero todo el tiempo insiste en unificar a los "naturalmente inferiores", combinando criterios de raza, clase social y género. Son ya indistinguibles el racismo, el machismo, el clasismo, la homofobia, porque se unifican en contra de sus enemigos que son sus víctimas: los pobres, que insisten en serlo, los indios que insisten en serlo, las mujeres que insisten en abandonar sus roles tradicionales, los gays que insisten en serlo, los que a pesar de que no la han hecho insisten en seguir viviendo. En suma, fusionan en un solo ser despreciable y reprimible a los que fracasan y deben fracasar en la vida por su aspecto, su origen, su género, su orientación sexual, su actitud derrotista que confirma su derrota intrínseca. Y la raza superior se define por oposición: hombres en su gran mayoría, blancos o emblanquecidos, agresivos, de personalidad triunfal o triunfalista, seguros de la inferioridad ajena, implacables, globalizados en una palabra (ser local es ser un fracasado). Y la ampliación del racismo a fin de cuentas desemboca en lo previsible: "los seres inferiores" son los descendientes de los considerados en su época "seres inferiores".
El fin de la movilidad social intensifica la sensación de superioridad al alcance de las clases gobernantes: si no constituye una raza superior, sí ciertamente son distintos, y de modo obvio a la mayoría de los mexicanos. Si creen en la superación y la llevan a cabo, no se quedan en el mismo lugar, tienen ambiciones. Este racismo, o esta soberbia de minoría convencida de habitar psicológicamente en el Arca de Noé de México, se acrecienta desde el surgimiento del EZLN.


"NO ESTÁN SOLOS, NO ESTÁN SOLOS"

La llegada de mil 111 representantes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, le concedió la oportunidad a un sector muy significativo de la sociedad de participar en la primera gran manifestación antirracista en la historia de la ciudad de México. Así interpreto lo ocurrido el 12 de septiembre de 1997 en el recorrido del Monumento a los Niños Héroes al Zócalo, como una vasta rectificación del comportamiento citadino. Desde su fundación como ciudad colonial la de México ha sido sin tregua, el escenario del menosprecio y el hostigamiento a los indígenas, hacinados en barrios, sujetos de irrisión, explotados sin límite en comercios, restaurantes y casas, signos ambulantes del país vencido. En la calle las "marías" venden chicles o flores o klínex, cargan a sus niños como emblemas de la explosión demográfica, se adiestran en las turbulencias del tráfico, lidian con el chantaje policiaco y le ponen a sus hijos nombres inesperados: Leslie, Pamela, Marilyn, Marlene. "¿Que por qué esos nombres, señor? Para que ya nadie les pueda decir María". Históricamente, los contingentes indígenas se afantasman para eludir a la discriminación.
Por esa razón, por el gran sedimento de racismo de la capital, la marcha del 12 de septiembre dispuso de una emotividad única. No hubo, perceptiblemente, paternalismo, ni miradas condescendientes, ni folclorismo, sino la sincera admiración al luchar por sus derechos vuelven evidente el infierno de la marginalidad histórica de las etnias. Tarde si se quiere, pero con brío solidario, una porción importante de la ciudad reconoció del mejor modo la urgencia de eliminar el racismo, y sus consecuencias laborales, culturales, políticas, éticas.

* Carlos Monsiváis
Publicado en Revista EQUIS. Cultura y Sociedad. Braulio Peralta (ed). México, Ulises Ediciones, núm 1, mayo de 1998, pp. XVII-XX. (Dossier: Autonomías en el mundo)